En la época patrística, el yermo cristiano es una realidad
bíblica: evoca el desierto a través del cual los israelitas pasaron de la
servidumbre de Egipto a la libertad de la Tierra prometida, el desierto al que
se retiraron Elías, Eliseo, los «hijos de los profetas», Juan Bautista y el
mismo Jesús. Los Padres muestran que, en la soledad, el cristiano reproduce en
sí mismo esos misterios y su eficacia salvadora, imita a Jesús en su ayuno y su
oración, profundiza su conocimiento del-Verbo por la meditación de las
Escrituras y se eleva a Dios por la contemplación. El a. no pretende otra cosa
que realizar este programa, que los Padres proponían a todos. Su elemento
esencial es la soledad; pero una soledad dirigida enteramente a la vida
contemplativa, esto es, a la oración tan continua como sea posible y al
ascetismo. Y el amor total de Dios no puede hacer olvidar al anacoreta el amor
al prójimo. Con su santidad, con su ejemplo, con su oración, con su combate
espiritual contra las fuerzas del mal, con su apertura a todos los hombres que
buscan en él hospitalidad, consuelo o consejo, el verdadero solitario aprovecha
a la Iglesia y a la humanidad entera. No es raro el caso de anacoretas que han
ejercido una influencia enorme y visible sobre príncipes, pueblos y aun la
Iglesia entera. Son los grandes testigos de Dios, «los que buscan a Dios sólo,
del modo más absoluto, más perseverante y más puro» (T. Merton). La Iglesia
aprueba sin reserva el a., pues sabe, con S. Tomás de Aquino (Sum. Th., 2-2
8188 a4), que es una auténtica vocación cristiana y la forma más radical de
monacato, pese a sus aparentes antinomias de «practicar la obediencia sin
superior, la caridad sin hermanos y el apostolado sin acción» (J. Leclercq). |