Breve historia del anacoretismo cristiano.

 



 

A).- Los principios del anacoretismo cristiano.

Los primeros anacoretas consideraban a Elías y Juan Bautista  como sus predecesores; a imitación de Cristo, que se retiraba al desierto para ayunar y orar, algunos cristianos empezaron a llevar una vida de austeridad y trato con Dios en la soledad. Los orígenes de este movimiento son oscuros, pero sabemos que en los s. iv y v adquirió grandes proporciones en Egipto, Siria, Palestina, cte.; de manera que muy pronto hubo anacoretas en todo el orbe cristiano. S. Jerónimo pretende que S. Pablo de Tebas fue el primero de todos; pero la existencia de este personaje es incierta. En cambio no puede dudarse que el copto S. Antonio adquirió la mayor influencia y popularidad, hasta merecer el título de «padre de los monjes cristianos». Otros solitarios santos y famosos fueron, en Egipto, Ammonas, Arsenio, Juan de Licópolis, ambos Macarlos, Pablo el Simple y otros muchos, que constituyen la serie incomparable de los «Padres del yermo». En Siria y Mesopotamia, no pocos adoptaron formas de ascetismo tremendas y espectaculares; entre todas sobresale la de los estilitas, que vivían en lo alto de una columna (stylos), a ejemplo -de S. Simeón el primero y más famoso. El a. floreció abundantemente en Palestina, la tierra de Jesús; sobre todo en el desierto de Judá. Institución originaria de Palestina fue la laura, suerte de compromiso entre el a. y el cenobitismo (vida de comunidad), pues los solitarios vivían en cabañas, no muy distantes entre sí, durante la semana; los domingos, en cambio, llevaban vida de comunidad en el cenobio, que toda laura poseía y en el que, además, se formaban los solitarios hasta que se les consideraba aptos para el combate del desierto. Otro tipo de a. que floreció abundantemente en todas partes y en todos los siglos fue el de los reclusos y reclusas, que vivían encerrados en una celda. Muchos anacoretas, por el contrario, adoptaron la xeniteía o peregrinatio, y, a imitación de los «evangelistas» de la Iglesia primitiva, pasaban su vida en los caminos, hospedándose de ordinario en los monasterios o en las ermitas que encontraban; en los orígenes, fue la xeniteía un género de ascetismo muy estimado, pero degeneró, y S. Agustín y S. Benito fustigaron muy duramente a los monjes que llamaban girévagos.

 

B).- Primeras agrupaciones

Los solitarios que vivían completamente aislados, fueron la excepción. Con el fin de ayudarse mutuamente en lo espiritual y en lo material, solían agruparse en colonias más o menos numerosas y organizadas, que de ordinario tuvieron por principio un anacoreta famoso, como S. Antonio o S. Macarlo el Grande (v.), al que acudían los discípulos en busca de dirección espiritual. En el centro de la colonia se levantaba una iglesia, servida por uno o varios monjes sacerdotes, una panadería y otras dependencias necesarias; los anacoretas vivían en cabañas, grutas o sepulturas abandonadas, solos o en pequeños grupos de dos o tres, generalmente formados por un anciano y sus discípulos, y proveían a su propio sustento y al de los pobres con el producto de su trabajo manual; sólo los sábados y domingos se reunían en la iglesia para celebrar la Eucaristía y cantar el oficio divino en comunidad, y ocasionalmente celebraban reuniones -las célebres colaciones- para tratar de temas espirituales o de los asuntos de la colonia. En todo el mundo cristiano gozaron de gran celebridad y fueron muy visitadas las colonias anacoréticas de Nitria, las Celdas y Escete, situadas no muy lejos de Alejandría.

En Occidente, S. Martín de Tours (m. 397; v.) fundó una colonia parecida en Marmoutiers (Francia) y S. Honorato (m. ca. 431), otra en una de las islas de Lérins, que más bien puede clasificarse entre las lauras. En los s. Iv y v, el a. tenía ya muchos seguidores en Italia, Francia y España; a fines de esta época empezó a arraigar fuertemente entre los celtas, que rivalizaron y aun superaron a los monjes sirios en materia de ascetismo corporal. Pero los solitarios de Occidente no tuvieron los historiadores y panegiristas que relataron las gestas de sus hermanos de Oriente, y nos son muy poco conocidos.

 

C).- Clases de ermitaños.

El a. tuvo su edad de oro en la época patrística. En ella surgió, arraigó y se propagó; aparecieron sus grandes adalides y prototipos; se creó su ideal de espiritualidad. Desde entonces aparecieron también las tres clases de solitarios que distingue J. Leclercq a propósito del ascetismo. medieval: los monásticos, los independientes y los agrupados en asociaciones de diversos tipos.

Los anacoretas pertenecientes a un cenobio son los más conocidos, pero no los más numerosos. Los monasterios solían tener ermitas, a las que se retiraban, temporal o definitivamente, monjes, abades o incluso obispos que habían sido monjes. A veces estos solitarios vivían en una torre o en una celda apartada del mismo, monasterio, aunque sin intervenir en la vida de la comunidad. No son raros los casos de cenobitas que practican el a. itinerante. Todos estos anacoretas estaban bajo la obediencia del abad y en íntima relación con la comunidad.

Los ermitaños independientes fueron los más numerosos, los más heterogéneos y, salvo excepción, los menos conocidos. Unos practicaban la estabilidad, vivían de continuo en una ermita determinada; otros, por temperamento o para huir de visitantes y discípulos, eran itinerantes o cambiaban con frecuencia de ermita. Unos abrazaban el a. a perpetuidad; otros, sólo por un tiempo. Este último era el caso de tantos ermitaños que se hacían cenobitas, o de cenobitas que terminaban su vida como solitarios; S. Juan Crisóstomo, S. Gregorio de Nacianzo, S. Jerónimo, Casiano, S. Benito, S. Juan Clímaco, por no citar más que unos pocos nombres de una serie que se prolonga hasta nuestros días, practicaron el a. por un tiempo. La morada de estos ermitaños independientes solía ser una gruta, una cabaña o una modesta casita, de ordinario contigua a una iglesia u oratorio; su hábito, de las formas, telas y colores más diversos; su alimentación, a veces, extremadamente austera, y otras, mucho menos. Unos practicaban la pobreza más estricta, mientras otros poseían bienes, además de la ermita. Unos hacían los votos religiosos; otros, no. Con frecuencia se mezclaban con el pueblo humilde y gozaban del respeto y amistad de todos, aunque a veces se burlaran de ellos. Entre ellos no fueron raros los sacerdotes y aun hubo hombres de gran cultura e ingenio; pero, en general, eran gente sencilla, a veces completamente iletrada y, por tanto, presa fácil del fanatismo y la herejía.

  Finalmente, hay que tener en cuenta las agrupaciones anacoréticas de muy diferentes tipos que tanto abundaron a lo largo de los siglos. Unas pequeñas y otras grandes, unas singulares y otras que formaron verdaderas congregaciones, unas que respetaban casi íntegramente la iniciativa individual y otras que sujetaban a sus miembros a una disciplina minuciosa; tales agrupaciones suelen tener por origen a un santo personaje al que se juntaron numerosos discípulos. Algunas de ellas supieron combinar el a. con el cenobitismo. La mayor parte desapareció o evolucionó hacia la vida de comunidad perfecta.

Acaso habría que añadir aquí otra clase de a.: la de los falsos ermitaños. Las literaturas de todos los países los conocen y caracterizan muy bien. Son pobres que desean sobrevivir en circunstancias difíciles; gente perezosa, truhanes, vividores, que explotan la caridad pública; malhechores que se esconden bajo el sayal. Pero tales individuos, que por desgracia abundaron demasiado, sólo pueden darnos una mala caricatura del a., del que no fueron producto, sino rémora y descrédito. Tampoco entran propiamente en el cuadro de los ermitaños los seglares que se llaman así por cuidar de un oratorio o capilla situado en el campo, que en castellano lleva impropiamente el nombre de ermita.

 

D).- Desarrollo del anacoretismo.

Puede decirse, en general, que el a. conservó en la Iglesia de Oriente el carácter que le imprimió la época patrística. El Oriente cristiano es esencialmente tradicionalista. Aunque el cenobitismo fue ganando terreno y muchas lauras y colonias de ermitaños se convirtieron en monasterios o desaparecieron al empuje del Islam y de otros invasores, el a. siguió teniendo muchos adeptos hasta los tiempos más recientes. Un centro de singular importancia para la vida monástica surgió en Monte Athos (v.), que empezó a ser habitado por ermitaños y donde el a. continúa teniendo seguidores en nuestros días. En Tesalia, en Capadocia, en Rusia, se desarrolló un pujante y variado a. S. Serafín. de Sarov (m. 1833; v.) puede considerarse como prototipo de los innumerables ermitaños rusos que subsistieron hasta la revolución bolchevique. En los últimos tiempos, por desgracia, el a. oriental, víctima de diferentes 'circunstancias, ha disminuido mucho tanto en número como en calidad.

En Occidente, la concepción patrística del desierto se mantuvo sin cambios hasta el s. x. Mas, al par del cenobitismo, el a. se fue organizando y reglamentando mejor. Para hacerse solitario se exigía la autorización del obispo (o del abad, si se trataba de un monje). Conocemos gran número de anacoretas benedictinos. Los reclusos y reclusas eran numerosos, sobre todo en los monasterios; sus celdas solían estar adosadas a la iglesia y a través de un ventano asistían a Misa y a los oficios. Nunca hubo a. mejor vigilado.

A fines del s. x, el a. occidental se vuelve más y más cenobítico y clerical, y al propio tiempo se relaciona íntimamente con el movimiento en favor de la vida común del clero y la institución de los canónigos regulares. Surgen una serie de formas originales de soledad organizada y semicenobítica: Fonte Avellana, ilustrada por S. Pedro Damián (m. 1072); Monte Vergine, fundada por S. Guillermo de Vercelli (m. 1142); Pulsano (ca. 1120); Grandmont, obra de S. Esteban de Muret (m. 1124), etc. Estos institutos perdieron pronto su carácter eremítico. Otros dos, en cambio, perduran hasta hoy como órdenes semieremíticas: los camaldulenses (v.) y los cartujos (v.).

En los s. XIII y xiv, las congregaciones eremíticas de los silvestrinos, celestinos y olivetanos desembocaron pronto en el cenobitismo rígido. Originariamente ermitaños del Monte Carmelo, los carmelitas (v.) no olvidaron del todo su primitiva vocación. El a. tuvo también mucha importancia en los orígenes franciscanos (v.), ideal que rebrotó con frecuencia en las ramificaciones de la gran familia seráfica; los capuchinos, p. ej., fueron al principio ermitaños franciscanos, y entre los numerosos terciarios anacoretas destaca la figura polifacética de Raimundo Lulio (v.). Los siete primeros padres de los servitas (v.) vivieron como ermitaños en unas cuevas del Monte Senario, y ermitaños fueron asimismo S. Francisco de Paula (v.) y los primeros mínimos. En realidad, apenas hay orden o congregación religiosa que no tenga nada que ver con el anacoretismo.

Es notable que, sobre todo desde el s. xiii, gran parte del a. puede llamarse paradójicamente «comunitario». Es un a. sin desierto real, sin soledad; que no conserva más que la práctica del silencio como salvaguarda del «desier. to interior». Así, en 1256, nació la Orden de los Ermitaños de S. Agustín que no tiene nada de específicamente eremítico. La olvidada Orden dé San Pablo, hoy muy reducida y cenobítica, se formó en Hungría y alcanzó la aprobación pontificia en 1308; el estudio de su- historia nos depara muchas sorpresas. Varios grupos de anacoretas se pusieron bajo la protección de S. Jerónimo y dieron origen a varias congregaciones jeronimianas de tipo conventual; una de ellas, la más importante, es la Orden de los Jerónimos (v.) españoles.

La Reforma protestante fue un duro golpe para el a. occidental. Sin embargo, los s. xvi y xvii acusan un renacimiento eremítico tanto en Europa como en América: al parecer, en Perú, Chile, Colombia, etc., hubo numerosas ermitas y ermitaños. Pablo Giustiniani (m. 1528) fundó la vigorosa congregación camaldulense de Monte Corona. Los ermitaños del Tardón dieron origen a la española Orden de S. Basilio. Entre los eremitorios europeos ninguno fue tan visitado ni alabado como el de Montserrat (v.), que reorganizó García de Cisneros.

En el s. XVII se dieron estatutos bien definidos a los ermitaños de numerosas diócesis y se fomentó o impuso su reunión en pequeñas comunidades de un cenobitismo rudimentario. En España hay que señalar especialmente el famoso Desierto de Nuestra Señora de Belén, cerca de Córdoba, que fue erigido en Congregación de ermitaños de S. Pablo en 1613 y subsistió hasta 1957, y la Congregación de ermitaños de S. Pablo y S. Antonio, que empezó a formarse en tiempo de Juan de la Concepción (m. 1688), agrupó finalmente a todos los ermitaños de Mallorca y sigue floreciente en nuestros días.

Más duro que el golpe de la Reforma protestante fue el que asestó al a. occidental la Revolución francesa con sus secuelas. Tan rara llegó a ser la vida eremítica, que el Código de Derecho canónico (1917) la ignora por completo. Los diversos intentos de resucitarla en el s. xix habían fracasado casi sin excepción.

El moderno movimiento eremítico parece mucho más prometedor. Cuenta ya con notables realizaciones. No sólo camaldulenses y cartujos han hecho diversas fundaciones, sino que también los carmelitas han abierto varios «desiertos» y los franciscanos, «retiros»: han reaparecido los ermitaños independientes -hombres y mujeres-, en las inmediaciones de diversos monasterios ha empezado a reflorecer el a. monástico, y han surgido nuevas agrupaciones, como los Ermitaños de María Inmaculada, en los Pirineos franceses, y, sobre todo, los Ermitaños de S. Juan Bautista, en el Canadá, que llevan una vida estrictamente solitaria. Charles de Foucauld (v.) es el ermitaño más célebre de nuestro tiempo.